Una noche de vino- Walter Seminario

Una noche de vino- Walter Seminario

~Una noche de vino~

La Bicicleta Roja
•La bicicleta ni siquiera mía, sino de mi primo Florentino. Una bicicleta roja y robusta: sus llantas eran gordas. “Llantas balón”, las llamaban. En ella íbamos al colegio: Yo conducía, Florentino, tres años menor, sentado de costado en la barra que separaba las llantas y que diferenciaban entre bicicletas para mujeres y para hombres: las
femeninas no tenían esa barra. La ruta era larga: desde el barrio Mangache hasta el colegio San Miguel, en las afueras del otro lado de la ciudad. Pedaleaba todo lo largo, norte arriba, de la avenida Sánchez Cerro y en la avenida Loreto, donde terminaba entonces la ciudad, volteaba a la izquierda hasta llegar al inmenso monumento a Miguel Grau Seminario, en la intersección de las avenidas Loreto y Grau (la principal arteria de Piura), y entonces agarraba hacia la derecha, rumbo, otra vez, al norte. Sí, la ruta era larga.
En el camino, nos contábamos chistes y conversábamos para amenguar la monotonía del viaje:
Florentino y yo vivíamos en la calle Lima, en casa de mi tía Carmen -su abuela, madre de su papá, mi tío Ricardo, un hombre con alma de hostia: sublime y sensible. El tío más lindo que recuerdo.
Éramos, con Florentino, en la práctica y en los sentimientos, hermanos. Era el primo con quien más hermano me sentí. Años después, ya adultos, me dijo que sentía lo mismo por mí.
Los fines de semana, cuando conducía solo la bicicleta me cruzaba con un Volkswagen escarabajo. La calle era estrecha. La calle Lima era -y sigue siendo- una calle muy estrecha. Yo tenía que pegarme bien a la vereda para darle pase al vehículo pequeño, pero bullicioso: el dueño, un hombre de apellido Rosas, lo había convertido en “escape libre” y con un juego de embrague, frenos y acelerador producía una bulla ensordecedora, pero impresionante. Fue una modificación mecánica calculada: buscaba impresionar a Lila.
El tipo tenía fama de conquistador de chicas.
Yo estaba enamorado de Lila.
Yo era consciente de mi desventaja frente a un hombre con esa fama de mujeriego y con un automóvil. Ademas, una bicicleta no puede competir con un automóvil.
Yo apenas comenzaba a vivir: quince años, tercer año de secundaria.
Eso es razonar. Razonamiento puro, pudiérase decir.
Sometimiento a la lógica.
Entre el razonamiento y el sentimiento, se impuso el sentimiento: mi corazón fue más fuerte que la inteligencia.
Lila Torres Adrianzén era una chiquilla frágil, delgada, de labios finos y unos ojos verdes.
No eran simplemente ojos verdes: eran de un verde inmenso, poderoso. Eran de un verde de selva rabiosa, de jungla encendida. Eran implacablemente subyugantes: devoraban.
Lila devoraba mi corazón. Lo trituraba.
Yo lamía su imagen, y la fiebre de amarla alimentaba alegres ilusiones en mi adolescente vida.
Lila estudiaba interna en el colegio Nuestra Señora de Fátima. Venía los fines de semana a casa de su su tía, que era profesora en ese colegio. Esta casa quedaba al costado derecho de la casa donde yo vivía.
Los fines de semana, Lila y yo intercambiábamos miradas. Ella sonreía en una forma muy discreta. Yo la miraba desde mi corazón.
Con ansias.
Ella sonreía con una sonrisa que quería que yo no la notara.
Pero yo la notaba.
Ella sabía que yo la amaba.
Eso me gustaba.
Un sábado en la tarde Lila caminaba por la vereda y yo iba manejando la bicicleta roja de mi primo Florentino y aceleré para alcanzarla.
El Volkswagen escarabajo apareció en el otro extremo de la calle angosta y llegó hasta ella, haciendo un cambio de ruidos de motor que buscaban impresionarla. Se detuvo cuando llegó a la altura de Lila. El hombre extendió su mano. Lila la recibió: fue recíproca en el saludo. El escarabajo bloqueó mi camino. Se había estacionado en una forma deliberada a fin de humillarme: el hombre, gracias a los chismes, sabía que yo estaba enamorado de la hembra que estaba en su mira.
Yo miraba el espectáculo: la mano de él y la mano de Lila comulgando juntas.
Ver eso, lo confieso, fue amargo.
En otras ocasiones, cuando nos cruzábamos en forma casual, él hacía ese cambio de velocidades que le daban al auto unos sonidos como si fuese un coche de carrera. Sacaba la cara y se reía.
Se burlaba de mí transformando su rostro en una mueca estúpida.
Cada vez que nos cruzábamos, él en su automóvil, yo en la bicicleta roja de mi primo Florentino, sacaba la cara para que viera que se reía de mí.
Un día le dije a Remedina, la empleada de hogar que trabajaba en la casa de la tía de Lila, que le dijera que la esperaba el domingo a las diez de la mañana en la puerta de atrás, la puerta que daba al río.
El río discurría a unos tres metros de mis pies ese domingo de sol brillante cuando la puerta se abrió y Lila, con una sonrisa tímida, surgió como una aparición mágica. Me miraba y sonreía. La abracé. Se dejó abrazar. Ella
Sonreía. La besé. Dejó que la bese. Me di cuenta de que era feliz dejándose besar. Fue un beso dulce. Sus delgados labios eran tibios, eran dulces. Fueron eternos (hoy, después que los ventarrones del tiempo han arrancado los calendarios de las paredes, los recuerdo)
Fue en ese mismo lugar que una tarde de diciembre, al término del año escolar, cuando ella tenía que volver a Huancabamba y yo tenía que volver a Morropón, nos volvimos a ver.
“Nunca me olvidaré de ti “, me dijo.
Yo le dije lo mismo. “Nos vamos a ver pronto”, le dije. “Nos vamos a ver antes de que terminen las vacaciones”, le dije. “Sí”, dijo ella, “antes de que terminen las vacaciones”. “Y seguiremos juntos siempre”, dijo Lila. “Siempre”, le dije. “Para eso nos hemos conocido, para no separarnos nunca jamás”, le dije. Nos abrazamos. Lloramos en silencio.
Ella lloró creyendo que yo no me daba cuenta.
Yo lloraba esperando que ella no lo notara.
Nos abrazamos fuerte.
Bien fuerte.
Con todas nuestras fuerzas.
“Juntos por el resto de nuestras vidas”, dijo ella.
“Juntos por el resto de nuestras vidas”, le dije.
(Nunca más nos volvimos a ver.
Nunca.
Nunca más)
((Esta noche de vino me acarició este recuerdo. Lo cuento tal como aleteó en mi memoria. Tal vez lo pula en otra ocasión, pero quiero compartirlo con ustedes tal cual apareció en mis copas de vino rojo esta noche feliz; total, estamos entre amigos).