PELO- José Juan Pacheco Ramos
PELO
El primer recuerdo que tengo de mi pelo es una foto en blanco y negro que mis padres me hicieron tomar en un estudio fotográfico a la tierna edad de 6 meses. Cómo era costumbre en aquella época en nuestra gran familia, a los 6 meses se llevaba a los bebés al fotógrafo, se les ponía desnudos y boca abajo sobre una mantita y se tomaba la foto del recuerdo, que luego orlaba la vitrina del salón, entre platos y tazas de domingo.
Por entonces -estoy hablando del siglo pasado- solamente los fotógrafos tenían unas cámaras enormes con trípodes y con un largo lienzo negro sobre el objetivo para hacer fotos de sus clientes en blanco y negro: “¡No te muevas, no te muevas!…¡Mira el pajarito, mira el pajarito!”… ¡Pum y se hacía la foto! Evidentemente, yo no recuerdo esta sesión, pero sí he visto durante años la dichosa foto en la vitrina de la sala. Lo más saltante para mí es que mi pelo ya tenía una longitud de seis meses y mi mamá lo quiso peinar exactamente como hacía mi padre, que tenía un pelo amazónico y abundante que solamente se podía peinar para atrás. En mi caso, sin embargo, este inocente deseo maternal transformó mi cabeza en algo bastante parecido a un tenedor con sus puntas apuntando eternamente hacia el techo.
Un par de años después en el jardín de la infancia nos daban un baño de DDT para matar los piojos qué se supone que teníamos y, poco más tarde, en la escuela primaria un vigilante, maldito sádico torturador, nos castigaba cogiéndonos de las patillas y elevándonos unos cuantos milímetros en el aire.
Durante todos aquellos años infantiles mi mamá fue mi única peluquera. De tiempo en tiempo cogía sus tijeras de la costura y un trapito y me hacía sentar, mientras ella se ejercitaba en la mutilación de pelo. Esto fue así hasta que cuando tenía 12 o 13 años y ya estaba en el colegio Guadalupe, algún compañero que estaba hablando conmigo se me quedó de repente mirando fijamente y me espetó sin anestesia: ¿Quién te ha trasquilado así?
Desde entonces nunca más permití que mi mamá se me acercase con sus tijeras de costura. Desde mi orgullo de casi adolescente exigí ir a un peluquero de verdad. Comenzó, pues, una época de peluqueros de verdad en Surquillo, Breña, Magdalena, en el Callao. En realidad, todos tenían el mismo método para cortar: cogían su pequeña maquinita y la ponían en la parte baja del cráneo y, mientras abrían y cerraban rápidamente la mano, la iban subiendo más o menos hasta la altura de las orejas, haciendo que toda la infancia escolar de la ciudad tuviese la misma cabeza de choza.
Mi relación con las peluquerías y con mi pelo no habría cambiado nunca si no hubiese viajado a Europa. Cuando llegué a Francia comprendí que cortarse el pelo era mucho más que cortarse el pelo y que existían dimensiones hasta entonces desconocidas para mí como moda, estilo, gusto. Ya no habían las humildes sillas de madera vieja que encontraba en mis peluqueros, sino cómodos y amplios sillones que giraban y modificaban su respaldo permitiendo una variedad de posiciones desconocidas. La primera vez que estuve en una peluquería parisina me preguntó un joven y delgado veinteañero: ¿Cómo quiere que se lo corte? No comprendí su pregunta. Pensé: “Tú eres el peluquero, no yo”. Cómo iba a saber yo cómo, sino cortando. Ante mi silencio, él – ¡Qué profesionalidad!- dijo: “Ah, à mon goût!” (¡Ah, a mi gusto!) y lo dejé hacer. Accionó el sillón aquel con una gran maestría, haciéndome dar un par de piruetas en el aire y dejándome listo para una operación a corazón abierto, y luego me puso agua tibia y puso champú, cortó, miró, lavó, pulió, respiró, corrigió, se inspiró, hasta que pareció satisfecho con su obra y me devolvió a la vida, es decir enderezó el sillón y me dejó en condiciones de ponerme solo en pie.
No tanto por rebeldía juvenil ni por amor a la moda, como por imperativo económicos, dejé crecerme el pelo. Descubrí con sorpresa que me crecía una inmensa coliflor negra en la cabeza. Y además, gratis. Mi pelo era un conglomerado infinito de rulos de color negro, como un plato de fideítos tornillo en salsa de calamares, y yo notaba que en la calle las mujeres no podían contener sus miradas detrás de mis indisciplinados rulos. Así que decidí dar curso a la naturaleza. Pelos, ¡creced!
Desde entonces, los dejé crecer casi sin límites por toda Europa y no pocas señoras, durante mis viajes, me pidieron permiso para tocarlos, curiosidad que satisfice siempre caballerosamente. Hoy, ahora, aquí, no veo mayor razón para modificar mis costumbres, aunque las personas mayores me examinen con disimulo y los niños me señalen por la calle.
¡Vivir y dejar vivir, crecer y dejar crecer!
JJ