GRANIZO- Gustavo Benites Jara
GRANIZO
En invierno, las ululantes tempestades nos traían el granizo. Con mezcla de temor y alegría, observábamos por detrás de las ventanas volverse el campo una inmensa sábana blanca y oíamos el sordo rumor de las calaminas azotadas por el viento y por el mismo granizo.
Una levísima y enternecedora brisa entraba subrepticiamente por las rendijas de las ventanas; nuestra madre nos acogía en su rebozo y advirtiéndonos posibles peligros nos llevaba a la cocina.
Generalmente esperábamos la calma para salir jubilosos con vasos y platos a recoger granizo. Pero, a veces, en plena lluvia corríamos un poco lejos de la casa-hacienda con las manos extendidas para recibirlo. “¡Cuidado con el rayo!”, nos gritaba nuestra madre, y, entonces, volvíamos velozmente, sonriendo con temor.
Luego pasaban los perros completamente mojados y entumecidos. Ínfimos riachuelos se deslizaban por la pampa, desembocando en una acequia. Las chozas de paja enseñaban sobre sus espaldas ateridas pequeñas rosas blancas. A lo lejos, los árboles sacudían con ayuda del viento su carga de lágrimas.
Sabíamos que en aquellas tempestades Dios cabalgaba por el cielo y por eso había tantos truenos y tantos rayos. Y con temeroso y admirativo respeto silenciábamos nuestras voces, mientras el céfiro, saliendo de su cueva, acunaba su muñeca de ramas y flores, y la noche venía como un inmenso pájaro negro sobre nuestras tiernas miradas.