
ESAS TRIBULACIONES- Juan Cristóbal
CUENTO INEDITO: ESAS TRIBULACIONES
Cuando vi que mi padre, una tarde, insultaba y le pegaba a mi madre, por enésima vez, en medio de su espantosa borrachera, no pude soportarlo, reprimirle: me fugué de la casa sin decir palabra alguna, no sin antes dejarle una carta, en su mesita de noche, donde le señalaba –con letra muy clara y segura- su monstruosa y descarada cobardía, y que desde ese instante no lo reconocía como padre. Nunca supe si la había leído o no y cuál fue su reacción, aunque intuyo su más total indiferencia, su inexpresable desidia, como este cielo que se apodera a oscuras del día.. A mi madre, a quien la amaba como cuando los gorriones picotean felices las ramas, sólo le devolví el rosario y la medallita que me había regalado cuando terminé mis estudios de primaria y había logrado sacar el primer puesto en todas las materias, pues no comprendía su actitud de soportar tantos años todo ese terrible sufrimiento que no tenía razón de ser o existir, y que, hasta el día de hoy, no concibo porqué motivos o razones lo soportaba de la manera más estoica y silenciosa posible, que algunos parientes cercanos consideraban lindaba con la vergüenza. Yo tenía, en ese momento, 18 años, pero esa fue la relación que existía entre mis padres, la cual se mantuvo hasta antes de divorciarse –diez años después-, cuando mi madre se enteró, en vivo y en directo, al ir a visitarlo a un hospital, por una operación que le habían hecho a los ojos, que tenía una amante y otro heredero, coetáneo mío. Al poco tiempo de la separación ambos se murieron, uno detrás del otro, en la más inexorable y sombría soledad. Sin embargo, la relación con mi madre –por esos actos misteriosos del destino- cambió los últimos 8 años de su vida. Incluso llegué a entenderla, comprenderla y quererla, cuando me contó, en pleno desarrollo de su arterioesclerosis y posterior demencia senil, y luego escaras consiguientes, producto de una caída, todas las injusticias y sinsabores que había pasado desde niña, cuando se enteró que su padre, un cura español, que oficiaba de párroco en la iglesia de San Pedro de Casta, un pueblito andino, muy cerca Lima, había violado y dejado embarazado a su madre, cuando oficiaba de ama de casa del cura, y no quiso reconocerla. Por eso ahora, que he vuelto después de casi 40 años a la casa donde viví y padecí todos esos recuerdos, horrores y maltratos, tengo sentimientos encontrados y una gran desazón. Por un lado, el hogar donde pasé la mayor parte de mi niñez, me trae recuerdos innombrables, hasta diría gratificantes: los amigos, el colegio, las primeras cervezas, los partidos de fulbito en la calle, los juegos a las escondidas y las estatuas, las noches en la esquina de la tienda del chino mirando a las niñas, los primeros besos y amores, y tantas otras cosas que ya se hacen nebulosas y se astillan en el tiempo. Pero también los recuerdos se me agolpan con dureza cuando la memoria hace su trabajo y veo a mi padre, como una sombra extraviada, ebrio y lleno de lisuras, pateando y golpeando con su revólver de comisario de la guardia civil, a la indefensa y provinciana de mi madre, que soportaba todo ello, con la mayor estoicidad, sin decir palabra alguna. Sin embargo, ahora que estoy parado frente a la casa donde me crié, veo la luz que sale de los cuartos, escucho los gritos de unos niños que no conozco, los ladridos de unos perros que jamás sabré sus nombres, los olores de unas flores que me hubiese gustado ayudar a cultivar y crecer, entonces siento, no sé por qué, que esa casa me pertenece, que todavía sigue siendo mía, incluso se me insinúa una profunda tristeza cuando veo algunos de sus vidrios rotos y el balcón bastante deteriorado, como si estuviese a punto de desplomarse. Pero comprendo, fatalmente, que ya no me pertenece y jamás volverá a pertenecerme, que las leyes de la justicia son más fuertes y ciegas que todo sentimiento personal, porque mi padre, antes de morir, la malbarateó sin consultar o decir palabra alguna a la familia, para seguir con todos sus vicios, rencores y maltratos, dejándonos en el peor de los abandonos. Entonces retrocedo y me voy a la esquina a ver pasar a la gente. Son las ocho de la noche de un otoño cualquiera. Ya no conozco, obviamente, a nadie, tal vez por eso algunas personas me miran con cierta desconfianza como diciendo “¿y éste, que pinta en este barrio?”. Claro, no saben todo lo que pasé, hace más de cuarenta años, cuando fui jugador importante de fútbol del cuadro más estimado del medio y candidato a alcalde en el pueblo, elección que perdí por estrecho margen frente al candidato oficial. Por eso, y por otras cosas más que no puedo revelar, porque sería como desnudar mi juventud y vejez y quedarme sin nada en el recuerdo, me dan ganas de parar a cada uno que pasa y contarles las historias que viví y soñé, pero comprendo que sería inútil, nadie entendería las tribulaciones de un viejo profesor jubilado de un colegio de primaria, a quien de joven le encantaba las películas de Pedro Infante e Isabel Sarli, cuando las veía desde el balcón del único cine de su barrio. Entonces decido, después de una hora, retirarme. Y en un acto espontáneo, por esos inconmensurables deseos que a veces se le vienen a uno desde muy adentro de su alma, en un árbol bastante carcomido por las grietas irreparables del olvido, grabo, con mi cuchillita medio oxidada, y sin que nadie me vea, la siguiente frase: “Aquí viví”. Pongo la fecha y me retiro casi llorando, casi angustiado, no sin decirme para mis adentros, una y otra vez, A pesar de todo, soy un ser bastante afortunado, capaz de escuchar el eco de sus gritos, traspasar la maraña de sus sueños y escoger, entre las manzanas silvestres que caen de los muros, la sombra de esa luna que descansa tranquilamente entre los techos viejos de las casas.