Desde esa luz que ya no veo- Juan Cristóbal
TESTIMONIO: en octubre de este año, la editorial Arteidea que dirige el poeta Jorge Luis Roncal, me publicó l libro «Desde esa luz que ya no veo». Pensamos que podíamos presentarlo en octubre en la Casa-Museo «José Carlos Mariátegui», pero razones de salud lo impidieron. Y parece que lo van a impedir presentar. Por ello, dejo el presente Testimonio de lo que pensaba decir el impedido día de la presentación.
TESTIMONIO SOBRE “DESDE ESA LUZ QUE YA NO VEO” / juan cristóbal
El libro, sospecho, es una experiencia, tanto virtual como presencial, con la muerte. Sospecha que no la puedo sostener tal vez porque vivimos la época del colapso colectivo, del insomnio permanente de un olvido casi imperecedero. Y porque el silencio, o la soledad, en esos momentos, no cura las heridas, pero si me permitió abrir la imaginación para surcar por las estelas de este libro, donde se trata de superar el temor a lo desconocido, desenredándolo desde sus diversas telarañas, es decir, confrontándolo con las asperezas y realidades de la vida. Pero con un afecto muy profundo a sus esencias.
Y es que nadie nos enseñó -ni enseña- a enfrentarnos con la muerte. Ni colocarnos en el mundo desde otro sitio cuando la pensamos o soñamos. Solamente a pergeñar algo por sus áreas tan llena de malezas, sin saber nada de sus circunstancias o agonías, tan crujiente de fantasmas, como si la misma vida fuese herida o violada en ese mismo instante en que se asoma a escuchar o ver esas sombras escondidas. Cuando llegan a ser verdaderamente sombras escondidas.
Es curioso, sin embargo, como un ruego, es decir todo esto, puede llegar a decidirnos a tomar a la muerte como tema final y recurrente desde el inicio de nuestra vida literaria, creyendo de manera engañosa que podríamos hablarle pero que nunca llegaría. Pero hoy, cuando la divisamos en el desorden accidentado de nuestras huellas, la sentimos como presencia limpia y omnipresente, como si tuviéramos una conexión diaria y amical con ella, sin ningún tipo de pudor, consternación o agotamiento.
Fue cuando me pregunté: ¿qué hacer ahora con esto que ahora navega como una demanda sosegada en mi memoria? ¿Renunciar a sus cielos o pesares, para esperar, conforme a los antiguo usos de este mundo, el final de la carrera y mostrarme, por ejemplo, frágil en el momento decisivo, o serenamente feliz como esperando a un viejo conocido?
La verdad es que no me interesa saber cómo será la llegada de la muerte, pues presiento que ya nos hemos presentado y conmovido en el entorno de algunas ciudades vagabundas. Que nos hemos hablado, desde la inconsciencia y el delirio, y que nos hemos dicho todo lo eternamente imaginable: que no habrá tristeza, ni penurias, ni desvelos cuando volvamos a reencontrarnos. Y esto no es ninguna forma de violencia o desconsuelo, sino un amor eternamente imperdurable. De ser lúcido con lo amado, pues nos hemos sabido perdonar y comprender todas nuestras fatales y mutuas incongruencias. Aunque es verdad, no se puede ser lúcido todo el tiempo que nos queda, ya que siempre habrá zonas de alerta o de peligro, que debemos sortear recordando nuestros cielos adolescentes. Como cuando Valdelomar y José Carlos Mariátegui, fueron, una noche, con una bailarina rusa, al Cementerio El Presbítero Maestro, y frente a la tumba del mariscal Ramón Castilla, se deleitaron con su baile, recordando que Valdelomar, además, muere en un silo, en Ayacucho, justamente en ese lugar conocido como el Rincón de los Muertos. Como verás, querida Amiga, todo me lleva al cielo de tu existencia.
Este breve recorrido fue, de alguna manera lo más fascinante y agotador en el mar desconocido de este libro: haber sabido trajinar por caminos y recuerdos que tuve que redescubrir para poder avanzar, casi invisiblemente, en la escritura. Y eso, ahora que miro y leo estos textos, recuerdo que no fue fácil recuperar las llaves que me llevaron a sus puertas, porque fue como saber encontrar y descubrir, a partir de ciertas experiencias recorridas, el lugar que yo deseaba y deseo en este mundo. Y fue a partir de ese golpe tan certero como iluminado, que se me instalo inmaculadamente en la memoria, lo que me permite enfrentar, sin ningún tipo de remordimiento, lo que me queda, ahora, en los cercos finales de mis días.
(Lima, octubre, 2024)