CON MI HERMANO LUIS, MIENTRAS PARTÍA- Gustavo Benites Jara
Estaba en el tren que iba hacia las alturas sin retorno. Lo esperaban aquellos que vivieron en su memoria y en su corazón, los que combatieron día a día, los que murieron cada amanecer, los que no tuvieron miedo de soñar y sonreír.
Tomé su mano cálida aquella noche de su partida. Le hablé al oído y le pregunté si recordaba nuestros juegos en Uningambal y me dijo que sí con la sonrisa de su mirada triste. Y entonces bajamos por las laderas de Sangual, por los sembríos de La Vega; y subimos a la jalca en los lomos de las yeguas pacíficas de la hacienda y trotamos como los niños que nunca dejamos de ser.
Y nos rodearon los repunteros del alba, los que traían la leche fresca y la olorosa alfalfa para los caballos temblorosos que esperaban para partir al galope en el infinito tiempo, matizado por las nubes que retozaban ruborosas en las noches de luna llena por los tejados de la casa-hacienda.
Y luego trotando en el alba llegamos a Santiago, bajamos por el Cerrillo y nos recibió el río Huaychaca, con sus piedras prehistóricas, felices en el lecho eterno de las aguas mansas. Y, con la desnudez de nuestra inolvidable infancia, hundimos nuestros cuerpos en el manantial que aun baña nuestra nostalgia.
Y le pregunté si recordaba nuestras peleas por la justicia, donde él era el justiciero y yo el malvado, y donde siempre terminábamos esos juegos cuando nuestra madre nos llamaba, con su dulcísimo amor, para dormir, ya agotados de tanto tiempo y alegría.
Y le pregunté nuevamente de su temprana partida al Seminario de San Carlos y San Marcelo y al Seminario de Santo Toribio de Lima, y me miró tristísimo y apretó mi mano diciéndome: fueron los momentos más hermosos de mi juventud, donde se hundió para siempre el Dios de Spinoza para nunca más dejarme.
Y entonces seguimos trotando por los pastos de la memoria. Y le dije si recordaba cuando me llamó para formar parte del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el MIR histórico, inmarcesible, que ninguna malvada porfía podrá borrar del corazón de todos los pueblos del Perú.
Y le pregunté también si recordaba las interminables reuniones, los puntos de reunión, los círculos de estudio, las pintas en las madrugadas, las movilizaciones, los mítines, las células partidarias, los debates apasionados, los inacabables viajes mientras nuestros hijos lloraban por nuestra ausencia. Y a cada pregunta en su oído que todo lo oía me decía que sí, que esa había sido su vida: desde colegial, seminarista, estudiante y maestro universitario; hasta este momento, hermano, me decía, hasta este momento en que nuestras lágrimas se unen: las mías porque les dejo, y las tuyas porque me voy.
Y yo le decía, entonces, le decía a su corazón que todo lo abrasa y todo lo escucha: tú fuiste, hermano, el primero en todo. Yo sólo seguí torpemente tu inacabable amor por el pueblo, tu ternura de padre, tu jefatura revolucionaria, tu pasión por la verdad, por la belleza, por la justicia, por ese río que todo lo baña, el río de nuestra infancia. Yo solo te seguí torpemente, le repetía sollozando, mientras, en el tren que partía, su mano desasida se mostraba en la ventana de ese tren que no retorna, se mostraba apenas moviéndose al compás del viento y del granizo y luego rompiendo el fuego de ese Sol que lo recibía con el resplandor de todos los que lo esperaban, para bañarse de luz en el río de la Eternidad.