CARTAS DESDE LA RUE TAIBOUT
Entre tantos libros, uno se da con algunos que nunca imaginó encontrar y con autores que ni en sueños esperó conocer. Tal es el caso, para mí, del escritor armenio William Saroyan y de su libro “Cartas desde la Rue Taibout”
EL AUTOR
Jamás lo hube conocido, pero revisando novedades en una librería local topé con ésta: una serie de cartas escritas con llaneza y sabiduría por un señor apellidado Saroyan, armenio, de la ciudad de Bitlis. Inmigrante en EEUU, fue huérfano de padre a tierna edad. Su vida la pasó en orfelinatos y vagabundeos. Vendedor de periódicos en su infancia, sólo pisó las aulas para “aprender a leer y escribir”. Bohemio, jugador, trotamundos, guionista de cine, amigo de grandes figuras literarias del siglo XX y testigo de muchas andanzas de otros escritores del XIX. Bordeaba los sesenta años, esto en 1967, cuando escribió en París, desde la rue Taibout, sus cartas.
LAS CARTAS
Poseen el encanto de las cosas dichas como en una conversación amigable. Un espíritu de infancia palpita en ellas, tal vez porque su niñez solitaria la pasó mirando tantas cosas inalcanzables. Sus palabras las va diciendo como quien no dice nada importante. Describe y rememora con ingenuidad, sin laboriosos afanes poéticos.
Se dirige a sus amigos muertos, a los muertos que no fueron nunca sus amigos, a los que pudieron haber sido amigos suyos, pero no lo fueron porque Saroyan tenía tan pocos años y vendía periódicos.
Se dirige AL ÚNICO y le dice: “Señor, mi casa, en el número 74 de la rue Taibout, distrito IX de París, detrás de la Trinité, ocupa el quinto piso de este viejo edificio con el que me he encariñado, a pesar de que se cae a pedazos”. Y sigue describiendo con dulzura las cosas que llevan el sello de esa vida tan agitada. Sus palabras son una verdadera oración: “Señor, te ruego que me perdones por contarte estas cosas en un momento en el que hay en el mundo tantas tribulaciones y tanta desvergüenza; pero, por lo visto, no puedo hacer nada para remediarlas, a pesar de que, como tú recordarás, era lo que yo trataba de hacer cuando hace casi cincuenta años, empecé a escribir”.
Y así va hablando a unos cuantos personajes. “A veces me despertaba sobresaltado, como si despertara de la muerte, y trataba de ordenarlo todo, preguntándome: “Vamos a ver, ¿dónde estoy? ¿Dónde los míos? ¿Dónde está mi padre? ¿Dónde está mi hijo?” Y entonces, poco a poco, todo volvía y yo sabía lo que sabe todo hombre que aún esté vivo…” (Carta a Armenaz de Bitlis)
Al escribir a Calouste Gulbenkian, su amigo, le confiesa: “Me encontraba en un estado de shock espiritual. Me faltaba algo. Podría decir que echaba de menos a mi mujer y a mis hijos; pero no era eso, por desgracia. Echaba de menos la VERDAD. De pronto, me encontraba sin hogar, sin rumbo, vacío. Estaba hasta sin mí. Era el fantasma de mí mismo. No sólo estaba perdido, estaba amputado. En realidad, estaba muerto. Pero parecía estar vivo. Y hasta más vivo que nunca, por aquel no saber qué hacer después, ni adónde ir, para empezar a vivir otra vez de verdad”. (Palabras lacerantes que a más de uno nos convocan a la meditación, al reencuentro con nosotros mismos).
Y finalmente, escribe:
“A CUALQUIERA: Nos vimos en Oslo, en 1935, o en cualquier otra ciudad, desde principios de setiembre de 1908 en Fresno, hasta ayer, 31 de julio de 1967, en París. Nunca fuiste un extraño, aunque yo no tuviera la menor idea de quién eras. De modo que no vayas; pero si tienes que ir, SALUDA A TODO EL MUNDO”.
Gustavo Benites Jara