«Carnaval» por Izquierda Socialista

«Carnaval» por Izquierda Socialista

CARNAVAL
“La capacidad de comprender el pasado es solidaria de la capacidad de sentir el presente y de inquietarse por el porvenir”.
José Carlos Mariátegui
El carnaval subvierte el orden establecido. Reglas de clase, de género, de urbanidad, de asepsia se van al carajo. La autocensura del ego desaparece, se queman los manuales de Carreño en danza orgiásticas.
Tradiciones milenarias de distintas civilizaciones recrean celebraciones paganas, populares y rebeldes, desde las fiestas en honor a Marduk en Babilonia, las Sacaeas, donde se trucaban los roles del Rey con la de los prisioneros por cinco días; hasta las fiestas extáticas de Dioniso donde las mujeres Bacantes danzaban libres desnudas en el monte, embriagadas en alucinógenos, escapando de la rígida vigilancia de la democracia aristocrática y patriarcal, mientras cortaban la cabeza de algún rey tebano, según Eurípides. Fiestas populares que se yuxtaponen desde el inicio de los tiempos, a las celebraciones que las civilizaciones del mundo han rendido a la tierra y a la fertilidad, al respeto hacia a la naturaleza y a la procreación. Elementos fundantes de todas las antiguas sociedades e importantes en la reproducción y desarrollo de los pueblos.
Sin embargo, la fiesta y el ritual rebelde y desenfrenado dura unos pocos días, estos no son símiles de un proceso de transformación revolucionario de la sociedad. Al contrario, son las válvulas de escape necesarias para mantener el orden.
Con el paso del tiempo estos ritos animistas de comunión con la naturaleza son prohibidos o transformados con la aparición de las grandes religiones monoteístas e imperiales. De acuerdo a la recopilación y análisis de Martín Reátegui los carnavales son la “cristianización” de las fiestas paganas. La etapa en la que se permite los placeres de la carne, previa a la cuaresma en la que se prohíben estos placeres (“carnestolendas”) y la etapa en que la carne se ha dejado (“carnestoles”), o sea, el ritual de la Semana Santa como tiempo de “reposo” y “arrepentimiento”. “La política católica en la construcción del calendario litúrgico es una de las principales raíces para observar el proceso de esta fiesta, y cómo es que la curia desarrolló una lucha permanente contra los diversos hábitos “carnavalescos”, pero que al final tuvo que integrarla “virtualmente” a su anuario litúrgico, ocultando la vergüenza de verse obligada a hacer uso de aquel “carnaval” con el nombre de carnestolendas; hijo bastardo a quien intentaron controlar y manipular sus “exageraciones”” (Reátegui, 2020).
Las fiestas populares de los carnavales siguen actuando como válvulas de escape de una maquinaria siempre a punto de estallar, pero este mecanismo no es inmóvil y no escapa a la dinámica de la lucha de clases, al contrario, son también expresión de esta: de un lado, el desborde de la fiesta hacia algo más, empujada desde abajo; de otro, la mera institucionalización de la misma, contenida desde arriba.
El Perú, como confrontación de civilizaciones, se nutre del choque de estas tradiciones paganas-cristianizadas, con las fiestas y rituales propios de nuestros pueblos originarios. Los carnavales que nos llegan por vía de la invasión europea, se mezclan con las fiestas y rituales ancestrales relacionadas con las primeras cosechas en la zona andina u ofrendas a la Pachamama para garantizar buenas condiciones climatológicas, es decir actividades relacionadas a la producción colectiva de la principal actividad económica: la agricultura. Pero el Perú es diverso, y esto no es una frase de cliché, es la constatación de la vida misma.
Así, en otras latitudes el carnaval seguirá su propio derrotero, como en el caso del carnaval popular de Iquitos que parte de condiciones materiales propias y distintas al del mundo andino, las que le imprimen su propio sello. Si bien se pueden encontrar aspectos similares -somos la misma nación en formación-, como el bailar alrededor de un árbol traído del campo y plantado en el pueblo en la urbe, el cual luego será tumbado a machetazos festivos, y que recibirá nombres parejos como Humísha, Unsha, Yunza o simplemente cortamonte o tumbamonte. También se observan aspectos propios como los mascarados que hacen un voto al supay por 12 años, en lo cuáles 6 años saldrán como hombres al carnaval y 6 como mujeres. De esta manera el diablo les cumple lo que piden. Este voto al supay y su identificación cristiana como demonio maligno, tiene una razón particular. https://www.facebook.com/watch/?v=5939649139493484
De acuerdo a Martín Reátegui “el asunto que se presenta para los jesuitas es que al arribar a Maynas y organizar la lucha contra las “supersticiones” y lo “demoniaco”, no encontrarán, como en la zona andina y costeña del Perú: ni huacas, ni mallquis, ni apachetas. En esta parte de la Amazonía, serán las fiestas y todo el entorno espiritual que esta tiene, lo que ubican, y esta se convierte en el centro del afán extirpador de los misioneros”. El poder virreinal tenía que encontrar un enemigo para justificar su existencia “al enemigo hay que crearlo, inventarlo, es la única manera de justificar la guerra y ese enemigo estará en la fiesta (…). La fiesta autóctona es considerada por los católicos como centro aglutinador para tomar decisiones y, entre estas, con la presencia de sus sabios, organizar levantamientos.”
Pero como toda lucha (vertical y horizontal) las posiciones no son estáticas, incluso la tensión entre fiesta rebelde vs. cristianización represiva también vibra. La tradición popular no es inmóvil, los mecanismos de opresión tampoco, y de esa correlación de fuerzas se pasa de la negación a la negociación, de la persecución a las fiestas y rituales populares, a la asimilación e intentos de control de estas. “La necesidad de impedir que la fiesta se desarrolle en el contexto de la espiritualidad del pueblo, y la necesidad de negociar para controlarla (…) Borrachera, demonio, brujos, rebeldías, asesinatos, todo concentrado en un solo lugar: las fiestas. Aquella fiesta “pagana” debe ser destruida o controlada por los colonizadores (…) Pero la fiesta “rediseñada” para los intereses de los curas y del poder, no se impone con lo que comúnmente llamamos violencia; la fiesta, o su transfiguración, aun el llamado en el argot antropológico, “su sincretismo”, se logra manipulando, y en la manipulación, la negociación es fundamental”. Y así nacen las carnestolendas/carnavales. (Reátegui, 2020).
Seguir creyendo en el supay, no solo es seguir creyendo en su espiritualidad animista y originaria, de comunión entre su mundo material y espiritual; si no también es expresión de rebeldía contra los modernos extirpadores de idolatrías, contra el poder opresor de las antiguas compañías militantes religiosas. Es una tradición popular y rebelde.
La tensión carnavalesca entre la rebeldía contra las malas autoridades impulsada desde la tradición popular -más o menos consciente, más o menos organizada- y su institucionalización impuesta desde el poder -por lo general siempre consciente y organizada- se mantiene hasta hoy día.
En Puno, en las festividades de la Candelaria, las comunidades campesinas organizadas y los deudos de las víctimas asesinadas por la dictadura recordaron a sus más de 20 muertos, decenas de heridos y perseguidos judicialmente. Se observaron coreografías masivas con frases que enmendaban la plana a la dictadura: “Puno es el Perú”, bailes al ritmo de lo que ya es un hit popular “Dina a535ina” y protestas contra la Ministra de Cultura.
El carnaval ayacuchano tampoco se quedó atrás, varias comparas en bailes y cánticos denunciaban la masacre y la corrupción de la actual dictadura. Incluso el Frente de Defensa del Pueblo de Ayacucho (FREDEPA) organizó la “Comparsa del Pueblo” escenificando en carros alegóricos y muñecones el jaloneo de cabello a la usurpadora, motivo por el cual la policía intentó infructuosamente detenerlos generando golpes y heridos.
En Cusco el pueblo mojó y pintó a un destacamento policial. En Huánuco mojaron a un alcalde acusado de corrupción, la autoridad no encontró mejor cosa que lanzarle una patada al vecino. Y volviendo a Iquitos, el pueblo de Belén nos regalo una de las mejores fotos del carnaval 2024, cuando vendedores ambulantes que vendían menesteres para disfrutar de la fiesta (greda de colores, globos, picho huayo), tras el intento de un violento desalojo por parte de serenazgos, pintaron efusivamente a los agentes del “orden”. El carnaval manda y nadie lo demanda.
El Supay es la máxima autoridad, y este no es el demonio de los evangelizadores de la Santa Inquisición, no es el opuesto del Dios de los cristianos infinito e inmortal, que vive más allá de este tiempo y de este mundo, que te condena a quemarte en los infiernos por la eternidad. Es un diablo “democrático” que te castiga llevándote a su bosque para que vivas con los suyos. De acuerdo a uno de los impulsores del Comité Impulsor del Carnaval Popular de Iquitos, es un diablo que come, que tiene frío, que tiene sexo y que baila su carnaval. Por eso usa una máscara, pues en la fiesta de los mascarados siempre hay uno de más y no sabe quién es.
No obstante, con sus diferencias, más o menos rebeldes, más o menos institucionalizadas según la propia dinámica de la lucha de clases y el nivel de conciencia y organización en cada región; es sintomático que, las fiestas populares en los andes ayacuchanos, en la amazonia iquiteña, en el norte cajamarquino, el centro huanuqueño o el sur cusqueño y sobre todo puneño mantengan viva la tradición popular de los carnavales y fiestas populares; mientras que, en Lima, la “ciudad de los grandes señores”, estas celebraciones hayan sido simplemente prohibidas. En Lima, por lo menos en ese ridículo eufemismo llamado “Lima moderna”, no hay ni siquiera negociación, respecto a los carnavales, hay negación. En nombre del desarrollo, de la urbanidad y de la “cultura” se reprime, se estigmatiza, se oprime, se «terruquea». ¿Quién es el bárbaro?
No obstante, no todo está perdido. En los conos de Lima, en los márgenes, en los extramuros limeños aún se puede observar yunzas y cortamontes. Migrantes de primera generación, sus hijos o nietos aún se niegan a dejar morir su raíz. Y así como se techó la casa con polladas y trabajo familiar, así como se pavimentaron pistas y veredas, se colocó el agua y el desagüe, con faenas comunales y trabajo colectivo que recrea el ayni y la minka; hoy se defienden los parques y espacios públicos, se practican danzas, festivales de teatro y se hace hip hop en cuanta placita se encuentra. Así resisten nuestra tradición popular. No inmóvil, añorando volver al pasado, si no sobre el antiguo mundo, construir el nuevo mundo. Pues, recordando a Mariátegui “Un pueblo fuerte, una gran generación robusta no son nunca plañideramente nostálgicos, no son nunca retrospectivos. Sienten, plenamente, fecundamente, las emociones de su época”. Así como puneños, ayacuchanos e iquiteños reivindican a su modo la tradición rebelde del carnaval popular, nos toca a los limeños extraviados en la tormenta del vértigo de la vida moderna, encontrar la emoción de nuestra época. Encontrarnos. Encontrarnos a nosotros mismos en la “sociedad humana o la humanidad socializada”. Solo así “el mundo será el hombre, el hombre el mundo”.